miércoles, 27 de enero de 2010

Audiencia a los esposos


EL GOZO INMUTABLE

(17 de Mayo de 1939)


Siempre son gratas a nuestra mirada, y más gratas todavía a nuestro corazón, estas reuniones de recién casados que vienen al Padre común de las almas para recibir su bendición, que quiere ser —y es en realidad— signo y prenda de la de Dios.

Pero nos resulta especialmente grata esta de hoy, en el día que precede a la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo.

Es la fiesta del gozo puro, de la esperanza serena, de los deseos santos, de los que parece como un reflejo la solemnidad de vuestras bodas, queridos esposos, porque en el matrimonio cristiano que habéis celebrado ante el Santo Altar, todo parece suscitar y anunciar gozo, esperanza, deseos, propósitos. Para que estos sentimientos que han alegrado y alegran vuestros corazones, sean profundamente sinceros y durables, unidlos a los que os sugiere la gran festividad de mañana.

Sea puro vuestro gozo, como el de los Apóstoles que se retiraron del Monte de los Olivos, después de haber asistido a la Gloriosa Ascensión del Señor, “cum, gaudio magno”, con el corazón rebosante de alegría por gloria de Jesús que coronaba su vida terrena con esta triunfal entrada en el cielo: de alegría por su propia felicidad eterna que entreveían en el triunfo del Divino Maestro.

Sobre estos motivos, amadísimos hijos, debe fundarse vuestro gozo para ser verdadero y puro: y así como aquéllos no pueden jamás disminuir, tampoco vuestra alegría estará sujeta a las mutaciones de los goces efímeros que el mundo promete: “Pacem meam do vobis: non quomodo mundus dat, Ego do vobis”, había dicho Jesús, Os doy mi paz; no como el mundo la da, Os la doy.

El gozo de aquel día se perpetúa y se dilata en los corazones de los fieles de Cristo, porque se sostiene en la más segura esperanza: “Yo voy al cielo a preparar el puesto para vosotros”, dijo el mismo Señor Nuestro: y añadía: “Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros”.

Promesas magníficas; la promesa del cielo y la promesa de la efusión de las gracias del Espíritu Santo. Todo esto debe animar vuestra fe, alimentar y robustecer vuestra esperanza, elevar vuestros pensamientos y vuestros deseos. Ésta es la oración de la Iglesia en la Sagrada Liturgia. “Dios omnipotente nos conceda que, así como creemos que este día subió el Redentor al cielo, también nosotros vivamos en espíritu entre las cosas celestiales”, y también: “entre las vicisitudes mudables de la vida terrena, estén fijos nuestros corazones allí donde únicamente se encuentran los verdaderos gozos”: “inter mundanas varietates ibi nostra fixa sint corda, ubi vera sunt gaudia”.

Y Nos os bendecimos, queridos esposos, en nombre de aquel Jesús que bendijo a los Apóstoles y a los primeros discípulos mientras subía al cielo, “dum benediceret illis recessit ab eis et ferebatur in cœlum”.

viernes, 25 de diciembre de 2009


EL MODELO DE NAZARET

10 de Abril de 1940


Al acogeros junto a Nos, queridos recién casados, ¿cómo podría nuestro pensamiento no dirigirse hacia San José, castísimo esposo de la Virgen María, patrono de la Iglesia universal, cuya solemnidad celebra hoy la sagrada liturgia?

Si todos los cristianos tienen motivo para confiar en la protección de este glorioso patriarca, vosotros tenéis ciertamente un título especial para tal gracia.

Todos los cristianos son hijos de la Iglesia. Esta santa y dulcísima Madre, da a las almas, con el Bautismo, aquella misteriosa participación en la naturaleza divina, que se llama la gracia, y después de haberlos de este modo engendrado a la vida sobrenatural, no les abandona, sino que les procura, mediante los sacramentos, el alimento que mantendrá y desarrollará su vida.

Así se la puede comparar con María, Nuestra Señora, de la cual tomó el Verbo la naturaleza humana, y que luego sostuvo y alimentó la vida de éste con sus cuidados maternos.

Ahora bien, en cada uno de los hijos de la Iglesia debe estar formado Cristo, y todos deben tender a crecer “in virum perfectum, in mensuram ætatis plenitudinis Christi”, hasta ser hombres perfectos, a la medida de la edad plena de Cristo.

Mas ¿quién velará sobre esta Madre y sobre este Jesús? Ya lo habéis comprendido; aquel que hace veinte siglos fue llamado a ser el Esposo de María, el Padre legal de Jesús, el Jefe de la Sagrada Familia.

¡Y qué solicitud puso en cumplir una misión tan sublime!

Bien quisiéramos saber sus más menudas circunstancias; pero este predilecto de la confianza divina, que debía servir como de velo al doble misterio de la Encarnación del Verbo y de la Maternidad virginal de María, parece quedar en su vida terrena como envuelto en una sombra.

Sin embargo, los raros y breves pasajes en los que el Evangelio habla de él, bastan para mostrar qué cabeza de familia fue San José, qué modelo y qué patrono especial es, por lo tanto, para vosotros, jóvenes esposos.

Custodio fidelísimo del precioso depósito confiado a él por Dios, María y su Divino Hijo, él velaba, ante todo, sobre, su vida material. Cuando, para obedecer al edicto de Augusto, partió para hacerse inscribir sobre el registro del censo en la ciudad de David llamada Belén, no quiso dejar sola en Nazaret a su esposa Virgen, a punto de ser madre de Dios.

A falta de más particularidades en los textos evangélicos, las almas piadosas gustan de imaginarse más íntimamente los cuidados que entonces le prodigó a Ella y después al Niño recién nacido. Le ven levantar la pesada puerta del albergue ya lleno; dirigirse después en vano a parientes y amigos; y en fin, rechazado de todos, esforzarse por poner al menos un poco de orden y de limpieza en la cueva. Ya lo tenemos sosteniendo entre sus manos viriles las manecitas, temblorosas de frío, del pequeño Jesús, para calentarlo.

Un poco más tarde, habiendo oído del ángel que su tesoro estaba amenazado, “tomó de noche al Niño y a su Madre”, y por arenosos caminos, apartando del sendero zarzas y peñascos, los condujo a Egipto. Allí trabajó duramente para alimentarlos.

Siguiendo una nueva orden del cielo, probablemente dos años después, los volvió a conducir, a costa de las mismas fatigas, a Galilea, a la ciudad de Nazaret. Aquí enseñaba a Jesús, divino aprendiz, el manejo de la sierra y el cepillo, salía al trabajo fuera del techo familiar y volvía a él por la tarde para ver de nuevo a los dos seres queridos que le esperaban en el umbral con una sonrisa, y con los cuales se sentaba en torno a la pequeña mesa para la frugal comida.

Asegurar a la esposa y a los hijos el pan cotidiano, es el cuidado más urgente del padre de familia. ¡Oh, qué tristeza ver perecer a aquellos a quienes se ama, por que no hay nada en la alacena, nada en el bolsillo!

Pero la Providencia que condujo de la mano al antiguo José cuando, entregado y vendido por sus hermanos, fue primero esclavo para venir a ser luego el superintendente y señor de toda la tierra de Egipto y nutricio de su familia; la Providencia que guió al segundo José en aquel mismo país a donde llegó privado de todo, sin conocer ni los habitantes, ni las costumbres, ni la lengua, y de donde, no obstante todo esto, retornó sano y salvo con María, siempre activa, y Jesús que crecía en sabiduría, en edad y en gracia; la Providencia, ¿no tendrá hoy la misma compasiva bondad, el mismo ilimitado poder?

Ah, tememos muchas veces que los hombres olviden las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio: “Buscad en primer lugar el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”, dad a Dios animosa y lealmente lo que Él tiene derecho a esperar de vosotros: todo el esfuerzo personal posible, la obediencia que se le debe como a Señor supremo, la confianza hacia Él como hacia el mejor de los padres. Entonces podréis contar con lo que esperáis de Él, y que Él prometió cuando dijo: “mirad los pájaros del cielo, mirad los lirios del campo; y no tengáis cuidado por el día de mañana”.

Saber pedir a Dios lo que se necesita, es el secreto de la oración y de su poder, y es también una enseñanza que os da San José. El Evangelio, es verdad, no nos dice expresamente cuáles eran las plegarias que se hacían en la casa de Nazaret. Pero la fidelidad de la Sagrada Familia a la observancia de las prácticas religiosas, nos ha sido explícitamente atestiguada, aunque no había ninguna necesidad de ello, cuando por ejemplo San Lucas nos cuenta que Jesús iba con María y José al templo de Jerusalén por la Pascua, según la costumbre de aquella fiesta.

Es, pues, fácil y dulce representarnos esta Sagrada Familia en Nazaret, a la hora de la acostumbrada oración. En el alba dorada o el violáceo crepúsculo de Palestina, sobre la pequeña terraza de su casita blanca, vueltos hacia Jerusalén, Jesús, María y José, están de rodillas; José, como cabeza de familia, recita la oración; pero es Jesús quien la inspira, y María une su dulce voz a la grave del santo patriarca.

¡Futuros cabezas de familia! Meditad e imitad este ejemplo, que muchos hombres de hoy olvidan. En el recurso confiado a Dios encontraréis no solamente las bendiciones sobrenaturales, sino la mejor seguridad de aquel “pan cotidiano”, tan ansiosamente, tan laboriosamente, y a veces tan vanamente buscado.

Como delegados y representantes del Padre que está en los Cielos y “de quien toda familia en el cielo y en la tierra toma nombre”, pedidle que, como os ha dado algo de su ternura, os dé también algo de su poder, para llevar el grato, pero muchas veces grave peso de los cuidados familiares.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Alocución


LA REINA CELESTIAL
(10 de Mayo de 1939)


Saludamos cordialmente a los recién casados, que siempre vemos en gran número formando una corona en torno a Nos en estas audiencias públicas: el saludo es tanto más cordial cuanto que lo alegra la grata circunstancia de este mes de mayo que la piedad del pueblo cristiano ha querido consagrar particularmente al culto de la Virgen Santísima.

Vosotros, amados hijos, llamados a constituir nuevas familias, queréis sin duda dar a éstas un carácter esencialmente cristiano y una sólida base de bienestar y de felicidad. Pues os garantizamos la consecución de todo esto en la devoción a María.

Tantos títulos tiene María para ser considerada como lo patrona de las familias cristianas y tantos tienen éstas para esperar de ella una particular asistencia.

María conoció las alegrías y las penas de la familia, los sucesos alegres y los tristes: la fatiga del trabajo diario, las incomodidades y las tristezas de la pobreza, el dolor de las separaciones. Pero también todos los goces inefables de la convivencia doméstica, que alegraban el más puro amor de un esposo castísimo y la sonrisa y las ternezas de un hijo que era al propio tiempo el Hijo de Dios.

María Santísima participará por eso con su corazón misericordioso en las necesidades de vuestras familias, y traerá a. éstas el consuelo de que se sientan necesitadas en medio de los inevitables dolores de la vida presente: así como bajo su mirada materna les hará más puras y serenas las dulzuras del hogar doméstico.

Todo más cuanto que la Santísima Virgen no se limita a conocer por experiencia propia las graves necesidades de las familias, sino que, como Madre de piedad y misericordia, quiere de hecho venir en ayuda de ellas.

Felices y benditos de veras aquellos esposos que inician su nuevo estado con estos propósitos de filial y confiada devoción a la Madre de Dios, con el santo programa de establecer su nueva familia sobre este indestructible cimiento de piedad, que lo penetrará todo para trasmitirse luego, como preciosa herencia, a los hijos queridos que Dios les quiera conceder.

Pero no olvidéis, amadísimos hijos, que la devoción a la Virgen, para que pueda decirse verdadera y sólida y por lo tanto portadora de preciosos frutos y gracias copiosas, debe estar vivificada por la imitación de la vida misma de Aquella a la que os gusta honrar.

La Madre divina es también y sobre todo un perfectísimo modelo de virtudes domésticas, de aquellas virtudes que deben embellecer el estado de los cónyuges cristianos.

En María tenéis el amor más puro y fiel hacia el castísimo esposo, amor hecho de sacrificios y delicadas atenciones:

En Ella la entrega completa y continua a los cuidados de la familia y de la casa, de su esposo y sobre todo del querido Jesús.

En Ella la humildad que se manifestaba en la amorosa sumisión a San José, en la paciente resignación a las disposiciones ¡cuántas veces arduas y penosas! de la Divina Providencia, en la amabilidad y en la caridad con cuantos vivían cerca de la casita de Nazaret.

¡Esposos cristianos! Que vuestra devoción a María pueda constituir un manantial siempre vivo de favores celestes y de felicidad verdadera: favores y felicidad de los que queremos que sea prenda la paterna Bendición, que de corazón os impartimos
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sábado, 21 de noviembre de 2009

Audiencias


PÍO XII Y LA FAMILIA

“Vuestra presencia, amadísimos esposos, trae a nuestra memoria y a la vuestra aquel episodio tan delicado y al mismo tiempo tan portentoso que leemos en el Santo Evangelio, de las bodas de Caná de Galilea, y el primer milagro obrado por Jesucristo Nuestro Señor en aquella ocasión.

Pero Él, el buen Maestro, quiso justamente traer con su presencia una particular bendición a aquellos afortunadísimos esposos, y como santificar y consagrar aquella unión nupcial, de igual modo que al tiempo de la creación había bendecido el Señor a los progenitores del género humano.

En aquel día de las bodas de Caná, Cristo abarcaba con su mirada divina a los hombres de todos los tiempos por venir y de modo particular a los hijos de su futura Iglesia, y bendecía sus bodas, y acumulaba aquellos tesoros de gracias que con el sacramento del matrimonio, instituído por Él, derramaría con divina largueza sobre los esposos cristianos.
Jesucristo ha bendecido y consagrado también vuestras bodas, amados esposos; pero la bendición que habéis recibido ante el santo altar, queréis confirmarla y como ratificarla a los pies de su Vicario en la tierra, y por esa razón habéis venido a él.

Nos os impartimos esa bendición con todo el corazón, y deseamos que quede siempre con vosotros y os acompañe a todas partes en el curso de vuestra vida. Y quedará con vosotros si hacéis que entre vuestros muros domésticos reine Jesucristo, su doctrina, sus ejemplos, sus preceptos, su espíritu: si María Santísima, a la que invocáis, veneráis y amáis, es la Reina, la Abogada, la Madre de la nueva familia que habéis formado”.

(Pío XII, Audiencia a los recién casados del 3 de mayo de 1939)


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LA PRIMERA AUDIENCIA
A LOS RECIÉN CASADOS

(26 de Abril de 1939)

Vuestra presencia, amados hijos e hijas, llena de alegría nuestro Corazón; porque si siempre es bello y consolador este acudir de los hijos en derredor del padre, nos es particularmente grato vernos rodeados por estos grupos de recién casados que vienen a hacernos partícipes de su gozo y a recibir una palabra de bendición y de aliento.

Y tenéis ciertamente que animaros, queridos esposos, pensando que el divino Autor del sacramento del matrimonio, Jesucristo Nuestro Señor, lo ha querido enriquecer con la abundancia de sus celestiales favores. El sacramento del matrimonio significa, como vosotros sabéis, la unión mística de Jesucristo con su esposa la Iglesia (en la cual y de la cual deben nacer los hijos adoptivos de Dios, herederos legítimos de las promesas divinas). Y de modo que Jesucristo enriqueció sus bodas místicas con la Iglesia, con las perlas preciosísimas de la gracia divina, se complace en enriquecer el sacramento del matrimonio de dones inefables.

Éstos son especialmente todas aquellas gracias necesarias y útiles a los esposos para conservar, acrecentar y perfeccionar cada vez más su santo amor recíproco, para observar la debida fidelidad conyugal, para educar sabiamente, con el ejemplo y con la vigilancia, a sus hijos y para llevar cristianamente las cargas que impone el nuevo estado de vida.

Todas estas cosas las habéis ya comprendido, meditado y gustado vosotros: y si en este momento os las recordamos es para participar también Nos en alguna manera de esta hora solemne de vuestra vida y para dar a la santa alegría que os anima una base cada vez mas segura y mas sólida.

Que Dios, que es tan bueno, os conceda no enturbiar jamás la grandeza de vuestros sagrados deberes.

Que sea prenda de favores divinos la bendición apostólica que os impartimos con efusión de corazón y que deseamos os acompañe en los días alegres y tristes de vuestra vida y quede siempre en vosotros como testimonio perenne de nuestra paternal benevolencia.